El discurso vacío, de Mario Levrero (Caballo de Troya, 2007) |
Título: El discurso vacío
Autor: Mario Levrero
Género: Diario
Primera edición: 1996
Edición comentada: Caballo de Troya (2007)
A medida que avanzaba en la lectura de esta
obra de Mario Levrero (ignoro hasta qué punto El
discurso vacío, libro escrito a modo de diario, será autobiográfico: intuyo
que lo es bastante, o así lo parece al menos a nivel espiritual; después de
todo, como dijera Unamuno, “uno
escribe siempre sobre sí mismo”, se entiende que incluso cuando escribe
ficción, aunque, por otra parte, tampoco es menos cierto que cuando escribimos
sobre nosotros mismos lo hacemos con plena conciencia de estar transformándonos
en ficción), a medida que avanzaba en su lectura, decía, me dio por pensar que
“el discurso vacío” al que hace referencia el título era una traslación, una
metáfora si se prefiere, de la vida carente de sentido. Así mismo, no sé por
qué, al meditar sobre esos ejercicios caligráficos que el protagonista dice
realizar, me han venido a la mente los ejercicios espirituales de Loyola; quizá
por esa fe que ostenta el protagonista de la obra y que le lleva a creer que
siguiendo los medios adecuados podrá alcanzar el fin que persigue, y porque ese
fin no deja de estar relacionado –consciente o inconscientemente– con un
exhaustivo examen de conciencia. Y es que hay en El discurso vacío, de Mario
Levrero, bastantes puntos de conexión con la manera en que el hombre del
Barroco entendía la religiosidad y la espiritualidad.
Precisamente durante el Barroco los conceptos de culpa y pecado se
ponderan con extremada sutileza, lo que facilita el desarrollo del llamado casuismo. Dicha corriente
casuística (hablamos de teología moral) se mueve en los límites de un laxismo
moral (el narrador de El
discurso vacío habla a veces
de una relajación de los músculos, cosa que le desagrada) especialmente
preocupado por un minucioso examen de las circunstancias que habrán de
determinar la responsabilidad del “pecador” (en el caso de los ejercicios
espirituales, las circunstancias específicas de cada ejercitante), llegando a
enfocar desde una perspectiva práctica la moralidad o inmoralidad de nuestras
acciones en un caso particular. Y tal hace nuestro protagonista para
neutralizar el sentimiento de culpa que le provoca la muerte de su madre en sus
ejercicios del 22 de septiembre: “Si
la culpa es real –nos dice–, ella ha sido perdonada por mi madre
y por Dios, pues todo el mundo sabe que la culpa no genera nada bueno, y que el
arrepentimiento consiste justamente en no volver a pecar, es decir, en no
volver una y otra vez sobre un hecho pasado inmodificable”. Es reseñable,
por otra parte, que sea precisamente su madre quien hizo que el protagonista
creciese con esa sensibilidad especial hacia la culpa, y que sea un sacerdote
quien le hace ver que su “sentimiento
de culpa es exagerado y se basa en hipótesis no comprobables, acerca de cómo
podrían haber sido las cosas si hubiera hecho tales otras cosas”.
Esas nociones de culpa y pecado aparecen exteriorizadas, también
casi al final del libro, por una serie de referencias escatológicas, tanto en
la acepción relativa a las postrimerías de ultratumba (muerte de la madre) como
la relativa a las acepciones de suciedad y putrefacción (la carne podrida que
oculta el perro en lo que el autor llama cementerio particular) y con las que
parece querer herir intencionadamente la sensibilidad del lector. Es imposible
no advertir que el protagonista relaciona inconscientemente esa carne
putrefacta que entierra el perro con la de la propia madre muerta (en cierto
modo algo tan sagrado para él como pudiera ser una reliquia para el creyente).
Y es, asimismo, difícil no poner en relación algunos referentes sensoriales del
Barroco, como la fascinación morbosa por todo lo macabro, con reflexiones de
carácter más ascético, como las reflexiones sobre la muerte o sobre la
ejemplaridad del sufrimiento. Y esto sin mencionar cuestiones tales como la
predestinación y el libre albedrío (entiéndase, para nuestros fines, fatalismo
y voluntad), que tanta polémica despertaron en aquella época y que Levrero
trata de poner en su justo equilibrio hacia el final de su libro, como veremos
más adelante.
En cualquier caso, es evidente que con sus ejercicios caligráficos
(o espirituales) el protagonista de El
discurso vacío pretende, ante
todo, educar su carácter (o, a nivel espiritual, perfeccionar su alma: lo que
implicaría el logro del ansiado equilibrio de sus potencias –entendimiento,
memoria y voluntad–, aparentemente tan destempladas) y, con ello, convertirse
en artífice de su destino. Y esta pretensión nos remite directamente a la
célebre frase de Heráclito, que entre nosotros popularizó el poeta español Luis
Cernuda: “Carácter es destino”.
Es curioso, pero cuando el narrador escribe sus sueños se
despreocupa de la letra de sus ejercicios, y a pesar de ello la letra es
legible. En cambio, cuando no escribe sueños rara vez consigue dibujar bien la
letra porque se desvía hacia el discurso (y éste deforma la letra y, así mismo,
el carácter). Por tanto, la única razón por la que pretende, aunque en vano,
hacer un discurso vacío es para que éste no estorbe sus progresos caligráficos
ni el consiguiente perfeccionamiento de su carácter, el cual le llevará a la
consecución lógica de ese destino que anhela, al control sobre su propia
existencia y a la realización de su objetivo último: en primer lugar
encontrarse a sí mismo, y luego ser más y mejor él mismo (anhelo que ya
elogiaban los clásicos y que en nuestros días suele disfrazarse bajo consignas
de eso que se ha dado en llamar inteligencia
emocional: “sé la mejor versión de ti mismo”, nos dicen; todo lo cual no
tiene otro propósito que el de sentirse plenamente realizado). No hace mucho
leí en Vargas Llosa lo siguiente: “quien
escribe intuye que sólo ejercitando esa vocación se sentirá realizado, de
acuerdo consigo mismo, volcando lo mejor que posee, sin la miserable sensación
de estar desperdiciando su vida”. Y esto es, creo yo, lo que persigue en última
instancia Mario Levrero con El
discurso vacío. Pues, en definitiva, se escribe para hallar la verdadera
identidad, el nombre verdadero, como apunta el autor en su notación del día 13
de noviembre: “Quiero escribir
y publicar. Tengo necesidad de ver mi nombre, mi verdadero nombre y no el que
me pusieron, en letras de molde. Y más que eso, mucho más que eso, quiero
entrar en contacto conmigo mismo, con el maravilloso ser que me habita y que es
capaz, entre muchos otros prodigios, de fabular historias o historietas
interesantes. Ese es el punto. Esa es la clave. Recuperar el contacto con el
ser íntimo, con el ser que participa de algún modo secreto de la chispa divina
que recorre infatigablemente el Universo, lo anima, lo sostiene, le presta
realidad bajo su aspecto de cáscara vacía”. Y así, habiendo logrado ser
quien realmente es, ya puede sentirse preparado para la muerte (sentimiento
platónico donde los haya). De hecho, a mi modo de ver, este pequeño libro
(sencillo en apariencia) es para su autor, antes que ninguna otra cosa, una
preparación para la muerte.
Sin embargo, el protagonista de este curioso diario no parece
contar, en un principio, con los serios obstáculos que se le irán presentando a
medida que trata de llevar a cabo su cometido. Entre ellos, las casi
omnipresentes interrupciones, o lo que él llama factores de marginación:
ansiedad, zumbidos, puertas ruidosas, la empleada invasora, las exigencias de
su hijo Ignacio, o el carácter contrapuesto de su esposa Alicia. Todos esos
factores externos que parecen confabulados para que el espíritu no pueda
concentrarse en la plausible consecución de sus objetivos y hacen que el
narrador se sienta como “un
hombre en suspenso”, viviendo períodos de existencia provisionales en los
que, en ocasiones, parece que viviera –y aquí se torna kafkiano– la vida de
otro.
Pero yo me pregunto si en esa obsesiva búsqueda de uno mismo, y de
la propia perfección, no habrá cierto matiz egoísta. El personaje narrador
creado por Levrero parece preocuparse más por sí mismo que por los seres
queridos que lo rodean, a los que considera incluso un estorbo para el logro de
sus esotéricos fines. Y, a pesar de todo, no sólo les dedica el libro sino que,
en su notación del 17 de diciembre, admite que esos ejercicios que comenzaron
siendo caligráficos degeneran a menudo en otra cosa debido a su falta de
comunicación con su mujer (Alicia), que esas páginas que escribe se han
convertido de manera natural en un medio de comunicación con ella; pues el
autor vive siempre en función de otra persona, como él mismo admite. Y esto
hace que se sienta como “un
náufrago que escribe mensajes y los arroja al mar dentro de una botella”.
Después de todo, ¿qué es escribir, sino arrojar mensajes al mar esperando que
alguien los lea? El escritor necesita soledad para escribir, y a su vez escribe
para conjurar esa soledad. Son muchas las contradicciones que asedian al
escritor; pero quizá ésta no sea una de ellas, pues la soledad que necesita
para escribir y la que quiere remediar son muy distintas soledades. Eso no
quita para que reflexionemos sobre otra aparente contradicción: la del escritor
tan generoso con sus desconocidos lectores y tan egoísta, en ocasiones, con las
personas que tiene a su lado; o la del escritor que escribe para sí mismo, para
hacerse a sí mismo, para inventariar su propia alma a la par que la perfecciona
(objetivo en el libro de Levrero de los llamados ejercicios caligráficos), y que
luego se da cuenta de que a fuerza de ahondar en sí mismo y en su propia
soledad se ha convertido en una especie de náufrago y que su obra es una
llamada de auxilio, un intento de comunicarse con los demás del único modo que
sabe hacerlo: escribiendo y publicando lo escrito (pues “escribir para ocultar lo escrito
es locura” , Cicerón).
Uno de los factores externos que más parece alterar el carácter
del protagonista es el de la inminente mudanza (la familia al completo, perro
incluido, está a punto de cambiar de hogar; a nivel de los ejercicios
espirituales, Loyola nos diría: “en
tiempo de desolación nunca hacer mudanza, mas estar firme y constante en los
propósitos… Porque así como en la consolación nos guía y aconseja más el buen
espíritu, así en la desolación el malo, con cuyos consejos no podemos tomar
camino para acertar.”). De hecho, la mudanza, cuando al fin se produce, no
parece cambiar las cosas a mejor sino todo lo contrario.
Esto me ha hecho reflexionar sobre esos finales abiertos de los
cuentos de Chéjov, en los que el lector se pregunta si el protagonista del
relato podrá cambiar su vida a mejor más allá de ese final no resuelto; pero
llegamos a la conclusión de que tal cosa no es posible, porque esos personajes
tan bien perfilados por el genial cuentista ruso adolecen de cierto carácter
fatalista (de nuevo la idea de fatalismo, de predestinación) que domina sus
vidas por completo (y carácter es destino, ¿recuerdan?), del tal modo que
retratar un pedazo de sus vidas –por breve que éste sea– es como retratar sus
vidas enteras hasta el día de su muerte.
Es indudable que un hombre no puede cambiar de vida sólo por
cambiar de casa (la casa se convierte en algún momento de la obra de Levrero en
metáfora de la vida), o de coche, ni siquiera cambiando de esposa o de trabajo.
Para que el cambio fuera real, habría que cambiar de cerebro (pues en su cerebro,
en las ideas y prejuicios de éste, residiría su verdadera vida). Es decir,
habría que cambiar de carácter, como pretende el protagonista de El discurso vacío. Y para que
nuestra vida cambiase a mejor, deberíamos procurarnos un carácter mejor.
Pero, finalmente, el protagonista de El discurso vacío concluye que esto es imposible; no
sólo porque, en cierto modo, el carácter nos viene dado de nacimiento, sino
porque a partir de cierta edad uno sólo es consecuencia de sus acciones
anteriores, uno recoge lo que ha sembrado en su juventud y ya no hay forma de
salir de esa selva que se extiende fatalmente ante nosotros; porque, además,
salir de la selva significaría perdernos a nosotros mismos de vista, caer en el
vacío, justo lo que queremos evitar. Nosotros mismos somos esa selva (ya no
podemos ser otra cosa, no en esta vida) y sólo podemos salir de ella con la
muerte. En cierto modo, cuando uno se prepara para la muerte y siente que ya ha
alcanzado ese objetivo, el siguiente paso que debe dar, y el único consecuente,
es precisamente ese: morir. No hay otra salida de uno mismo. Y si no es esto lo
que quiere hacer, debe quedarse quieto y “dejarse llevar”.
Y esta es la opción que escoge el protagonista del libro: dejarse
llevar. Pero un “dejarse llevar” en el que el sujeto encuentre cierto equilibro
entre ese fatalismo que proviene de lo más hondo de nuestra propia condición
humana (de la imposibilidad que ésta lleva implícita de hacer frente a los
designios más violentos de la fortuna) y nuestro libre albedrío. No se trata,
pues, de hacer apología de una actitud negativa ante la vida, ni siquiera de
una vía negativa de conocimiento. No es la vía
negativa de Miguel de Molinos
(que, en cierto modo, preconizó San Juan de la Cruz), no es la reivindicación
de una experiencia mística basada en la pasividad del individuo, en el vacío
sustancial del espíritu que sólo Dios debe ocupar (“el alma, a quien se le
ha quitado el discurso” escribió
Molinos). No se hace aquí el elogio de la nada. Tampoco nos habla Levrero del
“dejarse llevar” del hombre descorazonando, del hombre que ha perdido todo
interés en la vida, al estilo de Meursault (el protagonista de El extranjero, de Albert
Camus); sino de ese “dejarse llevar” que encuentra su equilibrio entre el
fatalismo y el libre albedrío y le hace tomar una nueva conciencia de sí mismo,
aprender a vivir de otra manera y ser, de nuevo, el protagonista de sus propias
acciones. Él mismo, en su notación final del 22 de septiembre, lo dirá con
estas palabras: “aún estoy
vivo (…), aún puedo llegar a situarme en mí mismo: todo es cuestión de
encontrar cierto punto justo, mediante cierta voltereta espiritual (…). Hay una
forma de dejarse llevar para poder encontrarse en el momento justo en el lugar
justo, y este dejarse llevar es la manera de ser el protagonista de las propias
acciones cuando uno ha llegado a cierta edad”. Maquiavelo lo explica mucho
mejor que yo en la primera parte del capítulo XXV de El príncipe (absténgase el curioso lector de leer
el último párrafo de dicho capítulo, o descubrirá que no fue Nietzsche el
primero en decir aquel despropósito de que la fortuna es mujer).
No creo necesario ahondar en las referencias que abundan en esta
obra del gran autor uruguayo al pensamiento de otros autores, pero he querido
señalar algunas –entre tantas que podrían escogerse– aunque sólo sea de manera
sucinta; por ejemplo, Kafka (“Hoy me levanté temprano (…) y sentí el cuerpo
monstruoso y desorganizado, como si me hubiera transformado en una especie de
sapo…”), Manrique (“escribo para despertar el alma dormida, avivar el
seso y descubrir sus caminos secretos…”), Ortega y Gasset (“uno es uno
mismo, pero también su entorno”), Platón (“el alma participa de un conocimiento
de orden superior, al cual nuestra conciencia no tiene acceso de forma directa”),
o ese existencialismo sartriano (el hombre es como él se hace) que parece
rezumar por toda la obra. Aunque a veces da la impresión de que lo que el
protagonista anhela es parecerse a sí mismo, quizá a una esencia precedente a
su existencia, una esencia de carácter, ciertamente, más platónico. Así escribe
el 15 de enero: “A pesar de
las circunstancias, que hacen de estos ejercicios una tarea improcedente, me
sumerjo en ellos buscando mi centro, que no he de encontrar por cierto, pero al
menos trato de aproximarme”.
Y, llegados a este punto, quizá el lector se pregunte para qué
sirve la “buena letra” si el discurso siempre estará vacío, siempre será
intrascendente; dicho de otro modo, para qué afanarse tratando de conseguir la
mejor versión de uno mismo si la vida, al fin y al cabo, no tiene sentido y
carece de cualquier tipo de trascendencia. Cada uno deberá buscar la respuesta
en su propio corazón. Lo que sí está fuera de toda duda es que Mario Levrero
sabe cómo transmitirnos esa fe auténtica que deposita en su obra (lo cual no
deja de ser una manera de resolver otra polémica puramente teológica propia del
Barroco: ¿qué tiene más valor cara a la salvación del alma, la fe o las
obras?).
La lectura de El
discurso vacío, de Mario Levrero, es de todo punto recomendable. Su prosa
es de las más fluidas que he leído, y hechiza ese tono sincero, humilde y
cómplice con el lector que parece adoptar con una facilidad pasmosa (haciendo
fácil lo realmente difícil). En realidad, su discurso no está nada vacío, sino
repleto de reflexiones interesantes y sugestivas, trazadas con un léxico
(grafía, diría él) claro e inteligible. Y es que todo cuanto parece apartarle
del objetivo que se ha trazado (de ese destino aparentemente ilusorio que
persigue) no son sino experiencias vitales que enriquecen su percepción de la
vida y del cosmos (son la esencia del viaje, el magisterio de la odisea
homérica y la constatación de que no estamos solos en el mundo). Como el
personaje dice en un pasaje, “presiento
que tras la apariencia de vacío hay muchas, demasiadas cosas”.
Y como reflexión final no puedo dejar de apuntar algunas preguntas
que, sin duda, le surgirán al futuro lector de este libro: ¿hasta qué punto el
texto literario se somete a nuestro control o tiene vida propia y sus propias e
insoslayables exigencias?, ¿hasta qué punto ese texto consigue adentrarnos en
un mundo, por antonomasia rebelde e indómito, que supera nuestras expectativas
y prevenciones?, ¿hasta qué punto decimos lo que queremos decir cuando
escribimos o deseamos comunicarnos con quienes nos rodean?, ¿hasta qué punto la
literatura misma puede ser considerada un ejercicio caligráfico y terapéutico?
En fin, responder a estas y otras preguntas nos llevaría aquí demasiado espacio.
En cualquier caso, el propio autor arguye que ya no busca respuestas, sino que
le basta con las preguntas.
Al fin y al cabo, a todo cuanto decimos (o escribimos) ¿no lo
rodea el silencio?; y el Universo mismo ¿no se expande hacia el vacío, hacia el
infinito vacío que todo lo sostiene, callado e inmutable?
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